PADRES
HOMOSEXUALES: ¿UN FUTURO CERCANO?
Por Aquilino Polaino Lorente
¿Se pueden elegir dos aspectos que
se excluyen mutuamente? ¿Cómo compaginar el derecho natural de ser padre o madre
y el de elegir una pareja homosexual que, naturalmente, no podrá engendrar
hijos?
Como en cualquier adulto, en los
homosexuales existe una inclinación afectiva natural a la paternidad y
maternidad. Sin embargo, aunque esa tendencia exista, sea real y válida, es
obvio que las parejas homosexuales están imposibilitadas para engendrar un
hijo.
Si Juan y Antonio o Marta y Lucía
deciden vivir como pareja, es una opción libre, pero esa relación no es natural.
De serlo, al momento de desear un hijo no habría impedimentos biológicos para
ello y los hay: un varón no puede quedar embarazado de otro, una mujer no puede
fecundar a otra.
La adopción surge entonces como vía para
vencer el impedimento biológico. Esta posibilidad ha iniciado un debate entre
quienes exigen —en aras de una supuesta igualdad— que los homosexuales tengan el
derecho de adoptar hijos y constituir una «familia». Para aclarar la discusión
es conveniente entender primero qué es la adopción, sus causas e
implicaciones.
La necesidad de una
familia
Es claro que siempre se adopta a
un menor. Sería poco sensato adoptar a un señor de 35 años. Además, el menor ha
de estar privado de lo necesario, si tiene padres o vive con su abuela, la
adopción no procede.
Adoptar es, entonces, reclamar del
Estado la tutela, custodia y educación de un menor que carece de lo necesario,
porque ese niño tiene el derecho inalienable a ser educado y formado dentro de
la sociedad.
La familia es indispensable para los
seres humanos. En ella encontramos nuestra propia identidad. Es tan imperiosa
que no pocas personas ven ahí un motivo suficiente para casarse, porque la
propia familia ya no les satisface o están solos y deciden ponerle remedio a esa
soledad. Ya lo dijo Aristóteles hace 25 siglos: somos un animal social.
Significa que el hombre no puede realizarse plenamente si no es por medio de los
demás y las relaciones sociales establecidas con el fin de completarnos como
personas.
Cuando en psiquiatría se habla de
subnormalidad por privación cultural, como diagnóstico de una enfermedad, se ve
la importancia de la educación familiar y social. Es decir, un muchacho sin
educación arrojará a los 15 años un coeficiente idéntico al de un subnormal
débil o límite.
Eso se debe, en cierto modo, a que el
niño necesita de estímulos para realizarse como un adulto normal, difíciles de
encontrar fuera de la familia. Estímulos cognitivos para aumentar su
inteligencia, afectivos para sentirse seguro, perceptivos para saber interpretar
el significado de lo que capta a través de los sentidos, sociales para descubrir
el valor del otro —y cómo eso se puede regular según normas—, y morales, sin los
que no formará una conciencia ética.
Nacer desvalidos,
condición para ser libres
Ningún animal nace biológica ni
psicológicamente tan inmaduro como el ser humano.
Cuanto
más inmaduro se nace y más tiempo dura
el período en que se alcanza la madurez, mayores posibilidades hay de libertad
personal. La inmadurez humana inicial, que podría entenderse como debilidad, es
lo que posibilita su mayor riqueza y fortaleza, ser libre. Si al nacer ya
supiéramos hablar, escribir, utilizar una computadora, en fin, ser
independientes, toda nuestra conducta estaría determinada
biológicamente.
No necesitaríamos educación y, por lo
tanto, no habría libertad.
Pero el hombre no está condicionado
totalmente por lo biológico. La mayoría de sus actos son indeterminados, por
hacerse, lo que permite grados de libertad. A lo largo de la travesía por la
vida, de la educación que se recibe, uno adquiere un modo propio de emplear la
libertad. El hecho de nacer desvalidos no es negativo, sino un valor muy
importante y condición sine qua non para ser libre.
Los animales recién nacidos son casi
autosuficientes. Mientras el caballo ya trota apenas nace, el ser humano tarda
entre dos y tres años para caminar. La vida de la mayoría de los animales en
tierra es mucho más corta que la humana. Un perro de 14 años es un anciano, a un
niño de la misma edad le queda toda la vida por recorrer. Lógico. El perro no
necesita aprender nada, todo lo hace por instinto.
A la par de la necesidad de comer, por
ejemplo, las personas tenemos apetito y ganas, el perro no. En un restaurante
elegimos lo que más nos gusta de la carta, somos libres. Si a un perro se le
pusiera en una habitación con 100 platillos distintos ¿qué haría? Su elección no
dependería de la libertad porque no la tiene.
¿Por qué tenemos apetito, vivimos en
casas o usamos ropa? Porque tenemos cultura, educación y somos libres. Así es la
condición humana, aunque a veces puede resultar terrible la más mínima decisión.
Pasamos la vida eligiendo. Hay que determinarse por algo y renunciar a lo demás.
«Esto me gusta pero mi estómago no lo resiste, mejor
no».
Desarrollo y
cultura
La adopción nace de esta
indigencia humana. Un niño desvalido debe crecer, en el sentido más vasto de la
palabra. Crecer físicamente, por lo que habrá que alimentarlo bien, sin que se
desvíe en esa trayectoria de crecimiento, sin que le falten vitaminas, sin que
pase frío, sin que pase todas las noches sin dormir, sin que cargue grandes
pesos cuando está creciendo porque si no será un enano,
etcétera.
El desarrollo del ser humano es un
proceso muy largo que no termina sino hasta los 22 años,
aproximadamente.
Claro, cuanta más edad menos desarrollo,
por lo tanto, urge desde el principio desarrollarse muy bien. Y ese desarrollo
no está condicionado sólo por factores biológicos, sino culturales, sociales,
familiares.
Hablo del desarrollo de un niño en su
colonia, en un grupo de amigos, rodeado de vecinos, en una escuela,
socializándose; no de un niño en un ghetto.
Por eso, en el hombre cultura no es
contrario a naturaleza, son complementarias: somos por naturaleza un ser de
cultura. Es una exigencia natural de la esencia humana. No hay enfrentamiento
naturaleza-cultura, como pretenden algunos autores. Nuestra naturaleza exige
completarse y perfeccionarse a través de la cultura, aunque a veces nos parezca
algo accesorio. En cambio, a los animales la cultura les sobra, no la
necesitan.
El perro no debe ir a la escuela para
ser mejor perro, excepto si se le adiestra para una actividad concreta, pero el
niño quedará incompleto si no va; en todo caso será un hombre venido a menos,
que no realiza todas sus posibilidades, privado de los bienes
culturales.
En este sentido, los niños son los más
carentes de cultura y, por eso, los más indefensos. Es casi imposible que un
niño sin familia llegue a ser una persona plena. Eso no pasa con las crías de
los animales porque instintivamente saben lo que deben hacer. Sin embargo, el
ser humano no depende sólo de sus instintos.
De ser así estaríamos condicionados y no
habría libertad, no podríamos perfeccionarnos. El ser humano nunca se completa
sin una dimensión social. Un niño cautivo, aislado por completo en una isla tipo
Robinson Crusoe, no será nunca hombre. Necesitamos de la sociedad, de la
familia, de amigos, formar parte de la ciudad, necesitamos medios de
comunicación, cultura, leyes, hasta semáforos.
Todo eso es una necesidad humana. Por
eso la adopción es necesaria en la sociedad. Si el niño no posee una familia no
aprende ni siquiera a hablar, no adquiere un lenguaje y, sin esto, su
inteligencia se empobrece.
¿Niños sin
identidad?
He señalado que el ser humano nace
en total indigencia. Esta pobreza incluye también la identidad de género, lo que
no sucede con los animales. Cuando el perro apenas es un cachorro ya funciona,
perceptiva e instintivamente, como macho o hembra, según sea el caso, porque el
instinto le marca y le hace funcionar.
A los dos años, un niño ignora si es
varón o mujer. Esa identidad de género, indispensable para el ser humano, la
aprenderá de quienes le rodeen en su infancia. Por eso el niño tiene el derecho
—humano— a ser formado en una familia, y si no encuentra en quienes le han
adoptado lo que por derecho le corresponde, no se cumple el primer principio de
la justicia distributiva: dar a cada quien lo que le corresponde: el débitum,
dicho con lenguaje jurídico.
Porque al adoptado se le debe educación
y afecto, es una terrible injusticia no darle el ius que le es propio —con mucha
más razón cuando ni siquiera conoce a aquellos que le dieron la vida—. Tiene
derecho a contar con un modelo de padre y madre, de varón y mujer, conforme a su
naturaleza, indispensable para la formación de su propia identidad de género. La
persona sin esa identidad está incompleta en lo más
íntimo.
Y si se adopta un niño es para hacer de
él una persona plena. Al adoptarlo, los padres han adquirido el deber de hacer
de él la mejor persona posible.
Por eso el Estado no permitiría nunca la
adopción para explotar al niño, o que los adoptantes fueran
asesinos.
Ni uno ni otro modelo lo plenificarían
como ser humano. Cada niño es una persona única, lo mejor que tenemos en la
sociedad, lo más nuevo, lo más potente, lo que cuenta con mayor
porvenir.
Lo primero que debe hacerse al adoptar
un niño es respetar su condición de ser, su identidad. ¿A quién debe favorecer
el Estado en la relación adoptado-adoptante? Hemos dicho que el adoptado es una
persona indefensa, desvalida. Es alguien a quien se le impone, por derecho y sin
consultarle, el carácter de «adoptado». Es un ser asilado, solitario,
necesitado, indigente, vulnerable, que se arriesga tanto como quien lo va a
adoptar.
Va a ser educado durante años por
personas ajenas a él, que lo han elegido sin preguntarle y que por virtud de ese
proceso va a hipotecar su vida futura. Hablo de lo más íntimo de la persona, de
su libertad. ¿Qué va a pasar con la libertad del adoptado, con los valores que
se le impongan, con el cariño que se le dé? No me refiero al dinero que vaya a
dársele, se trata de su personalidad entera, que se moldeará de acuerdo a la
educación que reciba de los padres, de cómo se va a condicionar su libertad, en
la que va implícita su identidad de género y cómo va a ser
respetada.
La mejor persona
posible
Al adoptar un niño, mediante la
educación se educe lo mejor que hay en su ser, para que sea la mejor persona
posible, individual y socialmente. Por naturaleza, todos tenemos el deber y el
derecho de ser la mejor persona posible con arreglo a nuestras posibilidades.
Una persona no puede dejar de desarrollar sus capacidades porque defraudaría a
la sociedad entera. Recordemos la vieja teoría del acto y la potencia. Cuando se
nace, la potencia es infinita, estamos en potencia de ser muchas cosas. Al morir
hemos utilizado una ínfima cantidad de todo lo que hubiéramos podido llegar a
ser.
En la medida que actualicemos nuestras
potencias habremos respondido, o no, a la sociedad. Una persona de 20 años que
puede ser un excelente deportista y es un vago, ¡es un fraude! La sociedad
necesita que sea el mejor deportista, y si puede ser Nobel o hablar cinco
idiomas, también, porque es la manera en que esta sociedad y país vayan para
arriba, y que eso beneficie a los demás. Podría decir que está en su derecho de
quedarse en cama todo el día. Sí, pero infringiendo su deber
injustamente.
Para eso están los padres, para enseñar
a los hijos su responsabilidad dentro de la sociedad, para avalorarlos y
hacerlos más valiosos de lo que son. Si se adopta un niño y no se hace de él una
persona más valiosa de lo que era antes, algo anda mal. Y no es una utopía. En
el fondo, todos los padres lo hacen, aunque muchas veces no lo sepan. Incluidos
los adoptivos, los padres siempre quieren lo mejor para sus hijos, que se
realicen como personas plenas. Aunque el deseo de satisfacer el afecto por parte
de los padres al adoptar un niño es legítimo y natural, no debe ser la primera
razón para adoptarlo. El fin es que ese niño se autorrealice como persona y sea
feliz, no que a los padres se les caiga la baba de gusto cuando vean al hijo. Se
les caerá también cuando vean que su hijo es feliz.
Garantizar un buen
ejemplo
¿Cómo llega un hijo a cumplir ese
fin para el que se adopta? A través de configurar su vida, es decir, por medio
de la exposición de modelos en su entorno, de la acción educativa, del
modelamiento comportamental en la interacción con la conducta de los padres. Ése
es el para qué de la adopción.
Vistos los riesgos que supone la
adopción —lo que se espera, el fin y el porqué— lo lógico es pedir al adoptante
unas condiciones psicológicas mínimas. Un esquizofrénico, por ejemplo, no podría
adoptar a nadie: «mire, si usted no se gobierna a sí mismo, ¿cómo va a gobernar
a otro?». Habrá que poseer, además, unas condiciones morales mínimas, porque no
hacemos todo el bien a la persona que formamos si le enseñamos a robar
la Caja de
Ahorros de Madrid. Y deberá reunir cierto perfil sociocultural. Con todo el
respeto del mundo, a un señor cuyos ingresos se limitan a lo que pide en la
puerta de una iglesia, el Estado no le debería dar en adopción un niño. No va a
arriesgarlo a que pase una semana sin comer y sufra raquitismo o
desnutrición.
Evidentemente, quien adopta asume, entre
otros, el riesgo de la carga genética. Ésta puede influir en el futuro del niño.
Un padre alcohólico, una madre depresiva, implican cierta información genética
que no siempre será determinante pero que está presente. El padre adoptante, al
asumir estos riesgos, deberá trabajar para disminuirlos y compensarlos, porque
el fin es hacer de esa persona la mejor posible.
Por lo tanto, es muy conveniente que las
legislaciones de cada país busquen indicadores prudenciales para disminuir el
riesgo de la adopción por parte de padres que no satisfacen los criterios
aludidos. Esos confirmarán y reasegurarán las garantías mínimas, imprescindibles
para el desarrollo de la persona que adoptan.
Esto es conforme a derecho y refleja una
legislación bien hecha.
La naturaleza se
impone
Si la necesidad natural de tener
hijos es normal, la necesidad afectiva de relacionarse sexualmente con alguien
del mismo sexo, no. Aunque una pareja homosexual elige su preferencia sexual, no
es capaz de engendrar hijos porque, dada la naturaleza de esa relación, no le
corresponde, y eso niega toda posibilidad de adopción. La naturaleza se impone.
Por más que quiera vivir bajo el agua sin oxígeno, no voy a
poder.
Se dice que es una necesidad afectiva
natural, pero esa afectividad no basta para satisfacer las necesidades humanas
naturales en un varón o una mujer. Por eso en su sexualidad hay una afectividad
incompleta, no natural, insatisfactoria, no bien terminada. La necesidad de
afecto filial es superior a la mera convivencia y «plenitud» con personas del
mismo sexo, insuficiente para su realización personal. Si esa satisfacción
afectiva fuera completa y óptima —que ni siquiera es potente para generar un
hijo—, al estar con Juan, Antonio no diría «necesito un hijo», porque Juan le
llenaría afectivamente, y vemos que esto no es así.
Exigencia
antinatural
El derecho de adoptar pedido por
los homosexuales esconde el deseo de hacer lo que cualquier pareja heterosexual
y gozar de los mismos derechos. Esa «normalidad» es bastante peculiar. Digamos
por qué.
En primer lugar es mimética. De alguna
manera se imita a las parejas heterosexuales en su derecho a la adopción, con
pretensiones igualitarias: todos somos iguales, no se puede hacer distinción en
ningún caso.
Es como si al ver pasar al vecino en un
Rolls Royce yo exigiera, por vivir en la misma colonia, que el Estado me diese
un Rolls Royce. De aquí se deriva una normalidad forzada, basada en un afán
contra la discriminación, muy de moda en la actualidad. Se presiona y fuerza a
la administración pública, al gobierno, a partidos políticos, no ya desde el
mimetismo —esa es una razón profunda—, sino desde el comportamiento público y
externo, a que se declaren iguales homosexuales y heterosexuales. «Obligo a que
la sociedad diga que soy tan natural y normal como los demás, porque de lo
contrario me estarían discriminando».
Esa normalidad forzada, pretendida y
supuesta, es artificiosa. Un matrimonio normal engendra hijos de manera natural.
Dicen que la unión de homosexuales también es normal, pero están privados para
generar hijos sin que ninguno padezca de una lesión orgánica o esterilidad;
entonces no es natural ni normal como pretenden. Puede darse, además, la llamada
normalidad estratégica, muy usada ahora. Consiste en simular estratégicamente
que se es igual a los demás con el fin de obtener lo que los otros tienen y la
persona homosexual no. Volvamos al ejemplo anterior: el dueño de dos Rolls Royce
es mi vecino, yo me amparo en que vivo en la misma colonia y exijo mi Rolls
Royce. Pero mi vecino, además de vivir en la misma colonia que yo, trabaja 15
horas diarias, heredó millones, etcétera. Yo en cambio, no trabajo ni tengo
herencia. Es una simulación. Todos somos iguales, tenemos los mismos derechos.
Ante la ley sí, pero ante la naturaleza y el modo de comportarnos, no, ni
derechos ni deberes. Se pretende abolir decididamente las diferencias
personales, pero si éstas se suprimen no seríamos personas. Somos iguales en
cuanto a dignidad, derecho, ley, pero también diferentes. A nadie le gusta que
lo confundan con otro, es algo evidente y arraigado en la conciencia individual.
El igualitarismo en este asunto no se puede conceder, porque de un varón con
otro no puede salir un hijo, y de una mujer con otra tampoco. ¿Eso lo prohíbe la
constitución?
Fuente: Ecología Social, N° 87,
10/10/2004